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No todas las tradiciones merecen ser preservadas



Corrían los años ‘80 allí en mi tierra que vivía sus mejores años. Dalmacia se llenaba cada vez más de turistas extranjeros, sobre todo alemanes, italianos y franceses. La capacidad hotelera aumentaba año tras año, pero la oferta turística empezaba a escasear. Poco a poco los responsables de la promoción turística se dieron cuenta que la gente buscaba cada vez más la autenticidad. Querían pasar unas vacaciones diferentes. Querían vivir experiencias locales y conocer tradiciones locales.
Y como de costumbre, cuando la Ley de Oferta&Demanda no encuentre resistencia alguna en el sentido común y la cordura, llegó un aprendizaje embarazoso. Uno de aquellos que, nada más hayan sucedido, generan un consensuado: vaya, esta nos la podíamos haber ahorrado.   
Pues la cosa fue que el hambre y las ganas de comer se encontraron por allí a mediados de los años dorados del socialismo moribundo y decidieron ofrecer a los turistas la experiencia de las tradiciones locales. En su máxima expresión.  
Para el escenario escogieron un pequeño pueblo de la costa, cercano a Zadar. Con la intención de atraer más turistas posibles, anunciaron a bombo y platillo la manifestación del rico legado cultural que esta tierra, siempre en el cruce de distintas culturas, religiones y civilizaciones, había preservado mediante el folclor, costumbres y competiciones.
Una bonita tarde de verano, la pequeña plaza del pueblo se llenó de la gente variopinta. Sus pieles, poco acostumbradas al sol abrasador mediterráneo hacían contraste con sus vestidos y camisas blancas, dando la impresión de una caja de fósforos esparcida por la plaza.  
Sonaban las canciones de las klapa, el canto tradicional a capela, dando el paso a diple, un instrumento ingeniado del vientre de cabra, parecido a gaitas escoceses. Tras ello un par de números de bailes tradicionales y después como el acto central de la tarde  salieron tres hombres altos, fuertes y vestidos de trajes tradicionales de los pueblos del interior de Dalmacia. Cada uno arrastraba un cordero consigo.
El presentador anunció que se presenciará una competición tradicional de esta zona. Una que desde muchas generaciones mide el grado de pericia de los hombres. En cuestión de pocos minutos, la expectación generada pasó al asombro y de allí, en función de la resistencia del estómago de cada uno, se transformó a un abanico de reacciones desde el vómito hasta el grito. Dentro de menos de minutos la plaza quedó prácticamente vacía.
La cosa es que la tradición que con tanto orgullo iban a representar los hombres fue degollar y despellejar al cordero en menor tiempo posible.
Lo que aprendimos aquel día fue que no todas las tradiciones merecen ser preservadas. Y mucho menos mostradas.
Ya a su día deje claro cuál es mi opinión acerca de este tema porque considero que poner nombre de “Fiesta de Toros”, a un evento sádico que consiste en pinchar a un pobre animal hasta agotarle las últimas neuronas y clavarle la espada al cuello para terminar, es como llamar al Holocausto: “Fiesta de Judíos”. (El concepto de fiesta, en mi entender, es un evento lúdico en el cual todos los seres presentes disfrutan (incluso los camareros))
Por mucho que los supuestos guardianes del legado cultural español insistieran en acreditarlo como cultura y deporte, un acto sádico es un acto sádico. Y lo antes que entendieran que no todas las tradiciones merecen ser preservadas, avanzaran hacia los puentes que supuestamente quieren construir. 

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