Muchas veces he tenido la sensación que el absurdo y la burocracia van cogidos a mano burlando se de mí.
Cuando al fin volví de mi país con el sello de la embajada española que decía que podía trabajar aquí, me sentí otra persona. Me sentí visible.
El tiempo cambió, hacer planes parecía más fácil.
Desde el momento en que el sistema decidió aceptar mis datos e incluso mi fotografía al lado cambié hasta mi manera de caminar. Empecé a mirar los anuncios grandes de la sección Empleo de La Vanguardia. Por las mañanas tenía la impresión de disfrutar de más tiempo. No sentía la presión de tener que salir corriendo a acabar algo por si acaso salía un nuevo curro y necesitaba los papeles.
Pero esa sensación duró sólo hasta que Cristina, mi abogada, se dio cuenta de que no tenía el sello de la entrada en la Unión Europea. Resulta que pasé seis fronteras, pero en ninguna de ellas me pusieron un sello. Sin esa estampilla no podía concluir el trámite final. Sin esa marca seguía siendo invisible para la administración española. Mi carne y mis huesos no eran prueba suficiente para demostrar mi presencia o mi existencia.
¡Bueno! ¡Vuelta a la normalidad!, me dije a mí mismo al escuchar a Cristina. Duró poco, pero por lo menos vi y sentí cómo se puede sentir una persona cuando lo tiene todo en orden, los sellos, las fotos, los resguardos y los permisos. Pero ya volvía a ser yo otra vez... E inmediatamente me puse a pensar qué se podía hacer para resolver el nuevo problema
Decidí ir hasta la frontera de España y Francia, pensando que igual allí podría liarse con algún tipo de historia y conseguir que me pusieran el sello. Pensé que seguro que habría algún tipo de registro para los casos en que alguien quiere importar algún
producto desde Francia.
Pues no.
En Port Bou, después de muchas vueltas por la estación de trenes, encontré un poli medio dormido en la hora de la siesta. Le expliqué mi problema, lo que necesitaba y la importancia que ese sello tenía para mí. Era un poli bueno, se veía que estaba interesado en lo que le decía y al final me dijo que él no tenía ningún sello y que de hecho allí no lo tenía nadie, porque no era ninguna entrada a la Unión Europea. Así, medio dormido, me explicó un poco por qué no hay sellos y qué era lo que él hacía allí, pero esto segundo no lo tenía claro ni siquiera él. Finalmente me dijo:
- ¿Y por qué no te vas a Suiza y vuelves a entrar?
Pensé que lo decía en cachondeo, porque Suiza no está a cinco minutos de allí, así que le respondí que “no era mala idea, pero que sería mejor ir a Maruecos, porque allí seguro que me pondrían sello. De allí nadie sale sin un sello.”
- “Sí, sí. ¡Quizá mejor Maruecos!”
No dije nada, qué iba a decirle a un poli que en la frontera española con Francia me aconseja ir a Maruecos para que me estampen un sello.
Volví a Barcelona, abrazado a mi destino y con la canción de Manu Chao repitiéndose en mi cabeza:
“Fantasma en la ciudad
Por no llevar papel”
(continuará...)
Cuando al fin volví de mi país con el sello de la embajada española que decía que podía trabajar aquí, me sentí otra persona. Me sentí visible.
El tiempo cambió, hacer planes parecía más fácil.
Desde el momento en que el sistema decidió aceptar mis datos e incluso mi fotografía al lado cambié hasta mi manera de caminar. Empecé a mirar los anuncios grandes de la sección Empleo de La Vanguardia. Por las mañanas tenía la impresión de disfrutar de más tiempo. No sentía la presión de tener que salir corriendo a acabar algo por si acaso salía un nuevo curro y necesitaba los papeles.
Pero esa sensación duró sólo hasta que Cristina, mi abogada, se dio cuenta de que no tenía el sello de la entrada en la Unión Europea. Resulta que pasé seis fronteras, pero en ninguna de ellas me pusieron un sello. Sin esa estampilla no podía concluir el trámite final. Sin esa marca seguía siendo invisible para la administración española. Mi carne y mis huesos no eran prueba suficiente para demostrar mi presencia o mi existencia.
¡Bueno! ¡Vuelta a la normalidad!, me dije a mí mismo al escuchar a Cristina. Duró poco, pero por lo menos vi y sentí cómo se puede sentir una persona cuando lo tiene todo en orden, los sellos, las fotos, los resguardos y los permisos. Pero ya volvía a ser yo otra vez... E inmediatamente me puse a pensar qué se podía hacer para resolver el nuevo problema
Decidí ir hasta la frontera de España y Francia, pensando que igual allí podría liarse con algún tipo de historia y conseguir que me pusieran el sello. Pensé que seguro que habría algún tipo de registro para los casos en que alguien quiere importar algún
producto desde Francia.
Pues no.
En Port Bou, después de muchas vueltas por la estación de trenes, encontré un poli medio dormido en la hora de la siesta. Le expliqué mi problema, lo que necesitaba y la importancia que ese sello tenía para mí. Era un poli bueno, se veía que estaba interesado en lo que le decía y al final me dijo que él no tenía ningún sello y que de hecho allí no lo tenía nadie, porque no era ninguna entrada a la Unión Europea. Así, medio dormido, me explicó un poco por qué no hay sellos y qué era lo que él hacía allí, pero esto segundo no lo tenía claro ni siquiera él. Finalmente me dijo:
- ¿Y por qué no te vas a Suiza y vuelves a entrar?
Pensé que lo decía en cachondeo, porque Suiza no está a cinco minutos de allí, así que le respondí que “no era mala idea, pero que sería mejor ir a Maruecos, porque allí seguro que me pondrían sello. De allí nadie sale sin un sello.”
- “Sí, sí. ¡Quizá mejor Maruecos!”
No dije nada, qué iba a decirle a un poli que en la frontera española con Francia me aconseja ir a Maruecos para que me estampen un sello.
Volví a Barcelona, abrazado a mi destino y con la canción de Manu Chao repitiéndose en mi cabeza:
“Fantasma en la ciudad
Por no llevar papel”
(continuará...)
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Laura