Los hocicos se asomaron por el
borde del hoyo, allí hasta donde la luz avanza. Los siguieron los ojos, la frente,
las orejas,…. Poco a poco las criaturas salieron recobrando la compostura con la
confianza que les inspiraba la majestuosidad de la bestia caída que yacía ante
ellos.
Al lado del cuerpo sin vida del dragón
que les hacía temblar durante tantos años, estaba el joven caballero. Las gotas de
sangre de su espada hicieron un pequeño charco al lado de los pies que
sostenían su postura triunfal. Estaba listo para recibir el reconocimiento.
Pero no hubo alegría, entre las criaturas que durante años entregaban corderos y hermanos a cambio de sus vidas. La
bestia, ahora muerta, los aceptaba gustosamente. El dragón nunca se lo había
pedido. Simplemente hacía lo suyo. Cazaba de forma aleatoria, hasta que las
criaturas decidieron intervenir y empezaron a entregarle la comida debajo de la
sombra del rosal donde tanto le gustaba descansar.
Calculaban que con el tiempo los
sentidos de la bestia aflojarían y que perdería las facultades y dotes de
cazador que hasta entonces con tanta eficacia exhibía. Este era una parte del
plan, pero la parte fundamental residía en el hecho de que las criaturas no soportaban
la aleatoriedad. Antes preferían imponer el orden. Este, por muy nefasto o
injusto que fuera, al menos les permitía sentir la sensación de poder controlar
la complejidad en toda su incertidumbre.
El orden es un estado idóneo para
las cuevas. No es algo que pertenece a los espacios abiertos. Allí fuera reina la
aleatoriedad. Allí reina el caos, según sermoneaban los sabios. Los mismos que eran
los responsables de cuidar la dieta del dragón.
Para ellos era un acto
patriótico, puesto que preservar la salud del dragón, era equivalente a
preservar el orden en la cueva.
Era una ecuación muy sencilla
pero eficaz. El equilibrio perfecto que se rompió aquel día que el joven
caballero, con toda su osadía, atravesó con su espada el corazón de la bestia
majestuosa.
El orden se derrumbó. La
aleatoriedad irrumpió en la cueva. En este suelo sagrado del cual, gracias al orden
del sacrificio, habían podido alejar la bestia.
Aún sin poder creer lo que acaban
de ser testigos, las criaturas se empezaron a acercar al lugar del crimen. Lo
que colmó el vaso fue ver el caballero cortar la rosa sagrada del arbusto
delante el cual servían la comida del dragón. El sacrilegio tenía que terminar
ya.
Le entregaron la muchacha más
bella que había en la cueva y les despidieron con todo tipo de regalos. Al terminar la
fiesta de la despedida, las criaturas arrastraron la bestia hacia la cueva donde el padre
sacerdote fue el primer en hincar el diente en el chuletón que le habían
preparado.
“Hmmm, curioso”, pensó ”… el
dragón muerto no sabía a nada.”
El sabor que se había ido, junto con
la vida del dragón, era el miedo.
La vida sin sabor no es una vida
digna de las criaturas, pensó. Y en seguida empezó a buscar nuevos miedos para reponer el orden en la cueva.
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