“Para mi el pasado es el campo de batalla permanente”, me dice humedeciendo los labios que no paran de hilvanar los detalles que la memoria no supo, o no quiso borrar. Confiesa haber perdido el orden cronológico de las cosas, pero que lo podría recuperar “si no fuera tan repetitivo”.
Es un hombre sincero, orgulloso, no conformista y amigo de sus amigos. Es un guerrero solitario, retirado en su última batalla; la que comenzó hace unos siete años cuando decidió dejar el alcohol y la calle. Una batalla que va por dentro, y sin tregua porque según reconoce “a pesar de que hace siete años que no bebo, sigo siendo un alcohólico”.
Tiene sesenta y cinco años. De esos, quince ha pasado luchando, armado con sus pinceles, por las calles de Barcelona. 5475 días de alcohol, y noches de miedo, sin que nunca dejara de valer por si mismo.
Es el primer caso, que yo conozca, de un indigente que haya sobrevivido y salido con fuerza de la calle para contar su historia expresándolo a través de lo que nunca ha dejado de ser su profesión: pintor y dibujante.
Es un testigo único que ha salido del laberinto de alcohol e indigencia para contar de los (in)mundos paralelos que cada día cruzamos sin pisar, o parar de pensar. La única comunicación que tenemos, suele ser la mano tendida que nos pide una limosna.
Es una persona despierta y lucida, que tenía unas “vistas privilegiadas”, desde donde pocos se atreven a mirar, y de los que lo hacen, pocos encuentran la fuerza para mirar hacía arriba.
Miquel Fuster, nació en Barcelona y cuando tenía menos de un año se mudaron en la montaña, cerca de Sant Cugat, en un masovero donde sus padres se encargaban del mantenimiento y de la limpieza de la casa de unos señores que venían allí solamente un par de veces al año. Es el hijo único.
Cuando tenía unos diez años regresaron a Barcelona donde estudió la enseñanza primaria y luego comenzó a cursar la carrera de las Bellas Artes. “A los 18 años dejé preñada a mi novia y me tuve que casar, y dejar las Bellas Artes. Ya había comenzado a trabajar de aprendiz en la editorial Bruguera. Allí aprendí la profesión, y me fui a una agencia artística donde me especialicé en historietas de romance. Con esto, y la pintura, iba ganándome la vida”, cuenta Miquel.
Hasta allí su vida no era muy distinta a la de sus vecinos. A los 32 años se divorció y volvió a vivir en el barrio de Sants donde antes vivía con sus padres. Cuando cumplió los 42 años se le quemó el piso… Mantuvo el piso quemado durante un año. No quiso arreglarlo.
Todos tenemos momentos que desde la distancia de tiempo podemos detectar como momentos que determinaron nuestro futuro. Este era el suyo.
“Allí empecé a vivir con mis padres, cuando volvimos de Sant Cugat. Allí viví cuando me casé. Allí creció mi hijo. Y posteriormente las relaciones importantes que he tenido las he pasado allí. Empecé a pensar “Muchos recuerdos. Me agobio. Quiero empezar de nuevo,… Me equivoqué,…”, relata Miquel
Boris Matijas: ¿Entonces ya bebías?
Miquel Fuster: Sí. Bebía, pero no estaba alcoholizado. Bebía para aguantar la línea horizontal, para que no me cogieran los temblores y las paranoias que te cogen. Pero bebía socialmente. Bebía por la tarde. Por la mañana me tomaba el café con leche y el bocadillo. Y a las siete de la tarde empezaba a beber...
En el piso quemado se alcoholizó y hacía oídos sordos a los consejos de los amigos que le decían “arréglate el piso”. Se negó. Lo único que hizo fue poner unos plásticos en las ventanas.
El mercado de cómic ya había comenzado a bajar y él ya bebía de una manera compulsiva. Se levantaba cada día a las cinco y media, cuando abría el bar del metro, donde para comenzar el día se tomaba el barretxa, un combinado de anís y orujo y un par de cervezas.
Al pasar un año desde la inmobiliaria le ofrecieron un millón de pesetas para que dejara el piso. Era un piso de renta antigua y pagaba el alquiler unas dos mil pesetas. Aceptó la oferta y empezó a buscar un piso para vivir, pero ya los pisos valían unas sesenta mil pesetas.
“Entonces pensé: Voy a poder a pagar el piso solamente durante unos cinco seis meses…. Y fue una muerte rápida. Me fui a Madrid… Por allí por allá, y,…cuando me di cuenta, ya no tenía ni un duro.
B.M.: ¿Cómo fue tu primera noche en la calle?
M.F.: No lo viví como un cambio brusco. Cuando dejé el piso me quedaba con la gente del barrio, los que se habían quedado colgados. Me quedaba con ellos en la plaza y luego dormía un poco. Hasta que me di cuenta que estaba allí siempre.
Comía muy poco, pero bebía unos ocho o diez cartones de vino. Cuando lo piensas son unos 8 ocho o diez kilos. A veces dormía en los cajeros automáticos o en el metro pero de ver tanta gente pasar, iba pensando en mis cosas. En mi hijo y en la vida pasada. Y el contacto con la gente me hacía sentir aun más discriminado.
B.M.: ¿Te imaginabas que eso iba a durar 15 años?
M.F.: No me lo planteaba. Cuando estás alcoholizado pierdes la cuenta. Y en la calle vives con la sensación que el tiempo es irrecuperable para siempre.
Entraba en los centros de desintoxicación, me quedaba un tiempo, salía y volvía a beber. El problema es que cuando sales de allí te encuentras que estás solo y que no tienes a donde ir.
A veces me planteaba: “me arreglaré la vida y cuando lo haga dejaré de beber.” Allí estaba el error. Primero tenía que dejar de beber.
B.M.: ¿Tenías que vivir de la limosna?
M.F.: Me jodía mucho tener que pedir la limosna. Yo me había acostumbrado, toda mi vida, ganar mi dinero, con mi trabajo y pedir la limosna era muy humillante. Solamente cuando ya estaba tan jodido y debilitado que ni me quedaban las fuerzas para pintar, entonces me iba a mi antiguo barrio donde por lo menos veía algunas caras conocidas. Lo que se dice: “el toro se va a morir en las tablas”.
B.M.: ¿Cómo te sentías al tener que pedir la limosna?
M.F.: El que no lo ha vivido, no lo puede saber. La necesidad de beber es tan horrible, que te encuentras tan desesperado y te hace vencer todos lo pudores, orgullo y la soberbia. Pero, yo tenía el arma de poder pintar y vender, y con esto me iba defendiendo.
B.M.: ¿Te sentías con fuerza de que un día podrás retomar las riendas de tu vida?
M.F.: Llegaba el momento en el que todo me daba igual. Cuando estás en la calle el problema es sobrevivir cada día, tener que ganar dinero para beber y fumar, y pensar donde dormir, procurando que no venga un hijo de puta y te abra la cabeza,…. Es el día a día.
B.M.: ¿Has pensado en el suicidio?
M.F.: No. Siempre me ha gustado vivir.
B.M.: ¿Mantenías el contacto con la familia?
M.F.: Solamente el contacto telefónico. Mucha gente piensa que cuando uno acaba en la calle que la culpa es de la familia. No es cierto, porque llega un momento cuando para ti ya no pueden hacer nada. Y eres tu quien te apartas. Eres tu mismo que te marginas. Porque sabes que puedes hacer daño y que no vas a dejar de beber.
La mayoría de la gente que está en la calle, y que yo conozco, no asume su parte de la culpa. Yo, para saldar las cuentas, me eché toda la culpa a mi mismo. Es lo más sencillo.
Final de la primera parte.
Foto de Miquel Fuster realizada por Juan Lemus - www.juanlemus.com
Tiene sesenta y cinco años. De esos, quince ha pasado luchando, armado con sus pinceles, por las calles de Barcelona. 5475 días de alcohol, y noches de miedo, sin que nunca dejara de valer por si mismo.
Es el primer caso, que yo conozca, de un indigente que haya sobrevivido y salido con fuerza de la calle para contar su historia expresándolo a través de lo que nunca ha dejado de ser su profesión: pintor y dibujante.
Es un testigo único que ha salido del laberinto de alcohol e indigencia para contar de los (in)mundos paralelos que cada día cruzamos sin pisar, o parar de pensar. La única comunicación que tenemos, suele ser la mano tendida que nos pide una limosna.
Es una persona despierta y lucida, que tenía unas “vistas privilegiadas”, desde donde pocos se atreven a mirar, y de los que lo hacen, pocos encuentran la fuerza para mirar hacía arriba.
Miquel Fuster, nació en Barcelona y cuando tenía menos de un año se mudaron en la montaña, cerca de Sant Cugat, en un masovero donde sus padres se encargaban del mantenimiento y de la limpieza de la casa de unos señores que venían allí solamente un par de veces al año. Es el hijo único.
Cuando tenía unos diez años regresaron a Barcelona donde estudió la enseñanza primaria y luego comenzó a cursar la carrera de las Bellas Artes. “A los 18 años dejé preñada a mi novia y me tuve que casar, y dejar las Bellas Artes. Ya había comenzado a trabajar de aprendiz en la editorial Bruguera. Allí aprendí la profesión, y me fui a una agencia artística donde me especialicé en historietas de romance. Con esto, y la pintura, iba ganándome la vida”, cuenta Miquel.
Hasta allí su vida no era muy distinta a la de sus vecinos. A los 32 años se divorció y volvió a vivir en el barrio de Sants donde antes vivía con sus padres. Cuando cumplió los 42 años se le quemó el piso… Mantuvo el piso quemado durante un año. No quiso arreglarlo.
Todos tenemos momentos que desde la distancia de tiempo podemos detectar como momentos que determinaron nuestro futuro. Este era el suyo.
“Allí empecé a vivir con mis padres, cuando volvimos de Sant Cugat. Allí viví cuando me casé. Allí creció mi hijo. Y posteriormente las relaciones importantes que he tenido las he pasado allí. Empecé a pensar “Muchos recuerdos. Me agobio. Quiero empezar de nuevo,… Me equivoqué,…”, relata Miquel
Boris Matijas: ¿Entonces ya bebías?
Miquel Fuster: Sí. Bebía, pero no estaba alcoholizado. Bebía para aguantar la línea horizontal, para que no me cogieran los temblores y las paranoias que te cogen. Pero bebía socialmente. Bebía por la tarde. Por la mañana me tomaba el café con leche y el bocadillo. Y a las siete de la tarde empezaba a beber...
En el piso quemado se alcoholizó y hacía oídos sordos a los consejos de los amigos que le decían “arréglate el piso”. Se negó. Lo único que hizo fue poner unos plásticos en las ventanas.
El mercado de cómic ya había comenzado a bajar y él ya bebía de una manera compulsiva. Se levantaba cada día a las cinco y media, cuando abría el bar del metro, donde para comenzar el día se tomaba el barretxa, un combinado de anís y orujo y un par de cervezas.
Al pasar un año desde la inmobiliaria le ofrecieron un millón de pesetas para que dejara el piso. Era un piso de renta antigua y pagaba el alquiler unas dos mil pesetas. Aceptó la oferta y empezó a buscar un piso para vivir, pero ya los pisos valían unas sesenta mil pesetas.
“Entonces pensé: Voy a poder a pagar el piso solamente durante unos cinco seis meses…. Y fue una muerte rápida. Me fui a Madrid… Por allí por allá, y,…cuando me di cuenta, ya no tenía ni un duro.
B.M.: ¿Cómo fue tu primera noche en la calle?
M.F.: No lo viví como un cambio brusco. Cuando dejé el piso me quedaba con la gente del barrio, los que se habían quedado colgados. Me quedaba con ellos en la plaza y luego dormía un poco. Hasta que me di cuenta que estaba allí siempre.
Comía muy poco, pero bebía unos ocho o diez cartones de vino. Cuando lo piensas son unos 8 ocho o diez kilos. A veces dormía en los cajeros automáticos o en el metro pero de ver tanta gente pasar, iba pensando en mis cosas. En mi hijo y en la vida pasada. Y el contacto con la gente me hacía sentir aun más discriminado.
B.M.: ¿Te imaginabas que eso iba a durar 15 años?
M.F.: No me lo planteaba. Cuando estás alcoholizado pierdes la cuenta. Y en la calle vives con la sensación que el tiempo es irrecuperable para siempre.
Entraba en los centros de desintoxicación, me quedaba un tiempo, salía y volvía a beber. El problema es que cuando sales de allí te encuentras que estás solo y que no tienes a donde ir.
A veces me planteaba: “me arreglaré la vida y cuando lo haga dejaré de beber.” Allí estaba el error. Primero tenía que dejar de beber.
B.M.: ¿Tenías que vivir de la limosna?
M.F.: Me jodía mucho tener que pedir la limosna. Yo me había acostumbrado, toda mi vida, ganar mi dinero, con mi trabajo y pedir la limosna era muy humillante. Solamente cuando ya estaba tan jodido y debilitado que ni me quedaban las fuerzas para pintar, entonces me iba a mi antiguo barrio donde por lo menos veía algunas caras conocidas. Lo que se dice: “el toro se va a morir en las tablas”.
B.M.: ¿Cómo te sentías al tener que pedir la limosna?
M.F.: El que no lo ha vivido, no lo puede saber. La necesidad de beber es tan horrible, que te encuentras tan desesperado y te hace vencer todos lo pudores, orgullo y la soberbia. Pero, yo tenía el arma de poder pintar y vender, y con esto me iba defendiendo.
B.M.: ¿Te sentías con fuerza de que un día podrás retomar las riendas de tu vida?
M.F.: Llegaba el momento en el que todo me daba igual. Cuando estás en la calle el problema es sobrevivir cada día, tener que ganar dinero para beber y fumar, y pensar donde dormir, procurando que no venga un hijo de puta y te abra la cabeza,…. Es el día a día.
B.M.: ¿Has pensado en el suicidio?
M.F.: No. Siempre me ha gustado vivir.
B.M.: ¿Mantenías el contacto con la familia?
M.F.: Solamente el contacto telefónico. Mucha gente piensa que cuando uno acaba en la calle que la culpa es de la familia. No es cierto, porque llega un momento cuando para ti ya no pueden hacer nada. Y eres tu quien te apartas. Eres tu mismo que te marginas. Porque sabes que puedes hacer daño y que no vas a dejar de beber.
La mayoría de la gente que está en la calle, y que yo conozco, no asume su parte de la culpa. Yo, para saldar las cuentas, me eché toda la culpa a mi mismo. Es lo más sencillo.
Final de la primera parte.
Foto de Miquel Fuster realizada por Juan Lemus - www.juanlemus.com
Comentarios