Todavía no sé si fueron las casi cuarenta horas de tren(es), la falta de raíces firmes o la insensibilidad hacía las distancias, lo que me hizo sentir como si volvía, a pesar de que fue la primera vez que venía a Barcelona. Era el 28 de abril de 2002. Un día antes subí al tren en la estación central de Zagreb. A Zagreb llegue desde Knin, mi pueblo natal, donde pasé un par de meses (de nervios) esperando el pasaporte. El mismo día que me lo dieron cogí el billete para Zagreb y de allí para Barcelona. Mi abuelo me acompañó a la estación. En su ojo húmedo, de una lágrima a la que la dignidad le impedía a caer, veía toda la historia de nuestra familia, hecha pedazos por la la guerra. TumTum-Tum-tum. De todos los medios de transporte, el tren es el que mejor sienta a mis ánimos, y mi memoria. Las horas de la hipnótica repetición del ritmo mecánico de las ruedas que golpean las vías, calmaban el miedo del final del trayecto, y la tristeza de no tener que volver. No sabía lo qué me esperaba a...
Diario de un emigrante balcánico en la Península Ibérica