- ¿¡Trabajando dieciséis horas diarias en la construcción o encerrado en una cocina?! No, gracias, prefiero volver –respondió M.
- Pero allí ahora la cosa está fatal –le dije, refiriéndome a Irak, su país de origen.
Ese argumento era irrefutable. M. huyó del régimen de Sadam hace siete años. Le habían condenado a cinco de cárcel por bromear sobre el dictador. Llegó a España después de atravesar Turquía y repostar en Holanda. Toda su familia, su mujer y sus hijas, quedaron atrás.
M. había sido piloto del ejército iraquí. En los últimos tiempos era “fregaplatos” y su expresión denotaba que se esforzaba al máximo por acostumbrase a su nuevo trabajo. Sin embargo, cada vez que alguien mencionaba el tema de los aviones sus ojos negros chispeaban.
Una vez nos contó que se había presentado en una escuela de vuelo privada en Holanda para ofrecer sus servicios: “altos conocimientos a bajo precio”. Le rechazaron. “Eran malas fechas”, nos dijo, “poco después del 11-S”. Un árabe, iraquí, ilegal, ofreciéndose para pilotar... Optimismo no le faltaba.
Desde que Sadam desapareció del mapa, M. empezó a pensar en volver a casa. El deseo había vuelto a su vida. En vez de limitarse a sobrevivir, M. volvía a vivir, a desear.
Su mujer y sus hijas no querían vivir en Occidente y la vida que M. llevaba aquí tampoco ayudaba mucho a hacerlas cambiar de opinión. No tenía demasiadas posibilidades y al final dejó de tener metas.
Mientras se despedía de nosotros, sus antiguos compañeros de cocina, M. nos explicaba que era consciente de que en casa todo había cambiado mucho y de que en el Irak de hoy el único trabajo posible implica llevar armas.
Al oírle me preguntaba si también sería consciente de lo mucho que había cambiado él mismo. Para mí era muy difícil imaginar a nuestro amigo con un uniforme pilotando un avión de última tecnología. Pero M. estaba dispuesto a pelear por recuperar su vida familiar y profesional.
Audrius y yo fuimos a despedirle a la estación del Nord de Barcelona. Me dio muchísima alegría verle tan bien afeitado, con su traje limpio y planchado. Mientras esperábamos a que saliera su autobús con destino al aeropuerto, un chaval se acercó a M. y le enseñó su billete. Creía que era el conductor (con aquel traje lo parecía). M. le miró y con ese acento suyo tan auténtico contestó:
No, yo soy el piloto.
(Esta parte de mi diario también ha sido publicada en la web de www.cafediverso.com)
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