Desde que llegué he trabajado en varias cosas. Fontanero, distribuidor de publicidad, comercial, traductor, periodista... Pero como la mayoría de extranjeros, empecé como camarero.
Fue divertido. Llevaba un mes aquí y mi vocabulario se componía de unas trescientas palabras. Una amiga leyó un anuncio en el diario que pedía: “SE NECESITA CAMARERO PARA FINES DE SEMANA. RESTAURANTE”.
De toda la frase apenas si entendí “necesita” y “restaurante”. Cuando fui a la entrevista, pensé que lo peor que me podían decir era que no me cogieran. Pero me equivoqué. Lo peor era que me dijeran que sí lo hacían. Y eso fue lo que sucedió: “¿Puedes venir el sábado? Te llamaré para confirmar”.
Pensé que era una broma y que el jefe me estaba tomando el pelo, igual que hizo una vez un taxista andaluz en Madrid. El guasón interrumpió una conversación que mantenía con mi amigo Xavi, quien, entre los idiomas extranjeros que habla, incluye el castellano. Aquel taxista nos preguntó si éramos de Valladolid.
Pero no, mi jefe iba en serio. Estaba desesperado por encontrar un camarero. Así que en dos días tuve que aprender los nombres de los “productos típicos de un bar”. Mis amigos Marijose y Sergi me ayudaron fabricándome un pequeño diccionario. Aún lo tengo guardado:
- Una caña, tenedor, copa, taza, vaso, vaso de tubo, jarra.
- Servir las mesas. ¿Qué desean tomar? ¿Beber?
- ¿De primero? ¿De segundo? ¿Y el postre?
Es un trabajo duro, pero si mantienes la sonrisa y eres amable como un imbécil ya tienes media faena hecha.
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