Escribir en castellano es un ejercicio mental mediante el cual pongo a prueba mi habilidad para pensar en este idioma. Escribo de un modo automático, lo voy apuntando todo como si fuese un diálogo interno de un tirón.
Antes creía que si pensaba en español podría comprender cómo piensan los españoles. Pero no. Ya hablo en castellano más o menos bien, pero resulta que me escucho en mi lengua materna. Suena lioso, pero es así. Además, empiezo a aceptar que probablemente nunca podré pensar como un español.
Para empezar, después de conocer a bastantes tipos de personas, he llegado a la conclusión de que para un español es mucho más importante hablar que escuchar. Eso sí, hay que encontrar a alguien que te escuche o, por lo menos, que parezca que lo hace. Conseguirlo es casi un reto vital.
Creo que por este motivo, algunos españoles son tan amables, especialmente los de mayor edad. Suelen ponen mucha voluntad a la hora de comunicarse con los extranjeros, pero me temo que, simpatía aparte, el principal motivo es que necesitan a alguien que les escuche sin rechistar. Y eso es algo que hacemos los extranjeros recién llegados. Acostumbramos a ser bastante modosos y educados, nos emocionamos cuando alguien parece prestarnos interés y nos dedica más de diez minutos. Por eso les escuchamos con una sonrisa y eso hace tremendamente feliz al español que nos necesita para expresarnos.
Poco importa que no entendamos lo que nos cuenta sobre las alcachofas, la inflación o las guerras del siglo pasado. Cualquier tema es posible porque siempre se acompaña de un amplio repertorio de gestos. Nosotros pensamos qué simpáticos e inocentes son estos españoles. Ellos piensan –aunque sin mala fe-: “He cazado uno y ya me he desahogado. Ahora puedo echarme una siestecita”.
En varias ocasiones he vivido una situación parecida a la descrita. Por suerte, también he tenido grandes interlocutores. El mejor de ellos, Juanito, mi peluquero. Todavía recuerdo aquel primer corte de pelo en España. El destino quiso que conociese a Juanito, una de las mejores personas para adentrarme en el arte de hablar por hablar y en los entresijos de la sociedad española.
Nuestra conversación comenzó explicándole qué quería y cómo lo quería, pero pronto tuve que hablar de mí..
Entré en su peluquería sin artículos, sin acentos y sin gramática. Sólo llevaba palabras sustantivas y algunos verbos en infinitivo. Una hora después, salí con varios sinónimos de la palabra estómago.
Y, sobre todo, muchísimas ganas de hablar. Fue genial.
Yo le conté lo poco que sabía decir y él fingía que me entendía. Juanito decía “Real Madrid, España, Cataluña, inmigrante, peaje, olivas, pesetas, Croacia, fútbol”. Y yo deduje que a él le gustaba el equipo de los galácticos, que emigró de la parte de España donde crecen las mejores olivas de España, que Cataluña es fantástica, pero lo de pagar peajes una verdadera vergüenza, que le gusta conducir y que cuando vuelve a su tierra el olor de los campos le llena de alegría, además de los platos de boquerones y un par de cervezas, que allí te salen por x pesetas y aquí “ya sabes”, que el fichaje de Ronaldo no suena tan caro en euros y que qué buen fútbol se jugaba antes. Juanito también sabía que alguna vez Croacia quedó tercera en un campeonato y que la guerra se acabó.
Como si intuyera que no me gusta demasiado ese último tema, mi peluquero sólo lo añadió como referencia para demostrarme que sabía de dónde soy. Lo mismo me preguntó: “¿Eres de Croacia? Pues mejor que te quedes aquí, me parece que en tu país las cosas no van muy bien”.
Durante aquel primer encuentro Juanito me dio la bienvenida como diciéndome “Tú habla, que no importa, ya saldrá algo”.
El corte no me quedó como yo esperaba, pero salí de su peluquería con mucha energía. Después le repetí a mis amigos españoles la retahíla de palabras nuevas que había aprendido: estómago, barriga, panza...
Antes creía que si pensaba en español podría comprender cómo piensan los españoles. Pero no. Ya hablo en castellano más o menos bien, pero resulta que me escucho en mi lengua materna. Suena lioso, pero es así. Además, empiezo a aceptar que probablemente nunca podré pensar como un español.
Para empezar, después de conocer a bastantes tipos de personas, he llegado a la conclusión de que para un español es mucho más importante hablar que escuchar. Eso sí, hay que encontrar a alguien que te escuche o, por lo menos, que parezca que lo hace. Conseguirlo es casi un reto vital.
Creo que por este motivo, algunos españoles son tan amables, especialmente los de mayor edad. Suelen ponen mucha voluntad a la hora de comunicarse con los extranjeros, pero me temo que, simpatía aparte, el principal motivo es que necesitan a alguien que les escuche sin rechistar. Y eso es algo que hacemos los extranjeros recién llegados. Acostumbramos a ser bastante modosos y educados, nos emocionamos cuando alguien parece prestarnos interés y nos dedica más de diez minutos. Por eso les escuchamos con una sonrisa y eso hace tremendamente feliz al español que nos necesita para expresarnos.
Poco importa que no entendamos lo que nos cuenta sobre las alcachofas, la inflación o las guerras del siglo pasado. Cualquier tema es posible porque siempre se acompaña de un amplio repertorio de gestos. Nosotros pensamos qué simpáticos e inocentes son estos españoles. Ellos piensan –aunque sin mala fe-: “He cazado uno y ya me he desahogado. Ahora puedo echarme una siestecita”.
En varias ocasiones he vivido una situación parecida a la descrita. Por suerte, también he tenido grandes interlocutores. El mejor de ellos, Juanito, mi peluquero. Todavía recuerdo aquel primer corte de pelo en España. El destino quiso que conociese a Juanito, una de las mejores personas para adentrarme en el arte de hablar por hablar y en los entresijos de la sociedad española.
Nuestra conversación comenzó explicándole qué quería y cómo lo quería, pero pronto tuve que hablar de mí..
Entré en su peluquería sin artículos, sin acentos y sin gramática. Sólo llevaba palabras sustantivas y algunos verbos en infinitivo. Una hora después, salí con varios sinónimos de la palabra estómago.
Y, sobre todo, muchísimas ganas de hablar. Fue genial.
Yo le conté lo poco que sabía decir y él fingía que me entendía. Juanito decía “Real Madrid, España, Cataluña, inmigrante, peaje, olivas, pesetas, Croacia, fútbol”. Y yo deduje que a él le gustaba el equipo de los galácticos, que emigró de la parte de España donde crecen las mejores olivas de España, que Cataluña es fantástica, pero lo de pagar peajes una verdadera vergüenza, que le gusta conducir y que cuando vuelve a su tierra el olor de los campos le llena de alegría, además de los platos de boquerones y un par de cervezas, que allí te salen por x pesetas y aquí “ya sabes”, que el fichaje de Ronaldo no suena tan caro en euros y que qué buen fútbol se jugaba antes. Juanito también sabía que alguna vez Croacia quedó tercera en un campeonato y que la guerra se acabó.
Como si intuyera que no me gusta demasiado ese último tema, mi peluquero sólo lo añadió como referencia para demostrarme que sabía de dónde soy. Lo mismo me preguntó: “¿Eres de Croacia? Pues mejor que te quedes aquí, me parece que en tu país las cosas no van muy bien”.
Durante aquel primer encuentro Juanito me dio la bienvenida como diciéndome “Tú habla, que no importa, ya saldrá algo”.
El corte no me quedó como yo esperaba, pero salí de su peluquería con mucha energía. Después le repetí a mis amigos españoles la retahíla de palabras nuevas que había aprendido: estómago, barriga, panza...
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